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miércoles, 22 de octubre de 2025

RESEÑA - EN AGOSTO NOS VEMOS


⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️  

La publicación póstuma de En agosto nos vemos es un regalo inesperado, una última caricia literaria del maestro Gabriel García Márquez. Aunque el propio autor dudó de su valor y pidió que fuera destruido, sus hijos decidieron compartirlo con el mundo, y qué fortuna que lo hicieron. Esta breve novela, escrita en la última etapa de su vida, conserva intacta la esencia de su genio: una prosa lírica, una mirada profunda al alma humana y una atmósfera que envuelve como brisa caribeña.

La historia sigue a Ana Magdalena Bach, una mujer de 46 años que, cada 16 de agosto, viaja sola a una isla para visitar la tumba de su madre. Este ritual anual, aparentemente sencillo, se convierte en el escenario de una transformación íntima. En uno de esos viajes, Ana rompe con la rutina y se entrega a una aventura amorosa que trastoca su mundo interior. Lo que podría parecer un gesto trivial se convierte en un acto de liberación, de redescubrimiento, de afirmación de la vida.

García Márquez despliega aquí su talento para capturar lo cotidiano con una belleza poética que trasciende. La descripción de los paisajes, los silencios del hotel, el calor del cementerio, todo está impregnado de una melancolía luminosa. La novela no busca el alarde narrativo ni la complejidad estructural; su fuerza reside en la sutileza, en los gestos mínimos que revelan mundos enteros. Es una obra sobre el deseo, la memoria, el paso del tiempo y la necesidad de reinventarse, incluso cuando la vida parece ya definida.

Sí, hay pequeñas inconsistencias, momentos donde la trama se diluye, pero eso no empaña la experiencia. Al contrario, le da una textura humana, como si leyéramos los últimos suspiros de un escritor que, incluso en la fragilidad, seguía creando belleza. En agosto nos vemos no es una obra menor: es un testimonio de resistencia creativa, una elegía íntima que nos recuerda por qué García Márquez sigue siendo uno de los grandes.

Leerla es como reencontrarse con una voz querida, como escuchar una canción que creíamos olvidada y que, de pronto, vuelve a emocionarnos. Un cierre digno, cálido y profundamente humano para una trayectoria literaria inolvidable.

martes, 21 de octubre de 2025

EL DIENTE DE AJO REBELDE



Aunque en la escuela de idiomas nadie llevaba pantalones de lino, ni bebía infusiones de jengibre ni hablaba del “poder sanador de las vibraciones”, aterrizó un día Miss Linda, una profesora norteamericana con alma de Woodstock y un currículum que olía a incienso y crema de coco. Era un alma libre, de esas que creen que el ajo lo cura todo, incluso el desamor.

Una noche, la pobre mujer empezó a sentir un dolor terrible en el oído. Pero claro, ir al médico era mainstream, y Linda no iba a caer en eso. Así que, tras consultar un blog de medicina alternativa (seguramente redactado por alguien llamado “Sol del Alba”), decidió meterse un diente de ajo en el oído. 

“Natural antibiotic,” murmuró satisfecha, envolviéndose en su manta étnica antes de dormir.

Al amanecer, algo iba mal. No solo seguía sorda del oído izquierdo: el ajo había desaparecido en el interior. Ni rastro. Ni siquiera asomaba la puntita. Posiblemente, al haber dormido sobre ese oído el diente se había sumergido en su interior. Entró en pánico. Intentó extraerlo con unas pinzas de depilar, con un bastoncillo, incluso con una pajita de bambú, pero nada. El ajo se había declarado ciudadano en pleno derecho del pabellón auditivo.

Desesperada, se plantó en el Centro de Atención Primaria del barrio, vestida con un poncho de colores, sandalias y el pelo recogido con un lápiz. Se acercó al mostrador y dijo, con su mejor español:

—Buenos días, yo tengo... eh... garlic in ear.

La enfermera la miró con una sonrisa congelada.

—¿Perdón?

Linda repitió, más fuerte y con gestos:

¡GARLIC! ¡IN! ¡EAR! ¡Mucho dolor, a lot of pain!

La enfermera parpadeó.

—¿Dice usted que tiene un diente... de ajo... en el oído?

Linda, convencida de que nadie la entendía, comenzó a hablar en una mezcla de inglés, español y desesperación espiritual:

Yes, yes, garlic! ¡Diente espiritual! ¡Healing! Pero ahora stuck! ¡Muy stuck!

El médico de guardia, un hombre de mirada cansada que ya había atendido tres torceduras, dos resfriados y un caso de “energías cruzadas”, la hizo pasar.

—A ver, señora, ¿qué le pasa exactamente?

Linda se sentó, despeinada y sudando esencias naturales.

—Tengo... cómo se dice... ajo inside ear, no salir, no puedo sacar, please help.

El médico la observó sin entender una palabra, mientras ella señalaba su oído con desesperación.

—Tranquila, tranquila, ¿tiene usted dolor en la cabeza?

—¡NO! ¡AJO! ¡GARLIC! ¡IN MY EAR, DOCTOR!

El tono de Linda subía y subía, hasta que el médico empezó a sospechar que se trataba de una crisis nerviosa.

—Señorita, ¿ha tomado algo? ¿Algún medicamento?

¡ONLY LOVE AND GARLIC! —gritó ella, moviendo los brazos como si estuviera invocando a los espíritus del Mediterráneo.

El doctor, preocupado por su integridad física, pulsó un botón de su intercomunicador, pidiéndo que alguien de seguridad acudiese a su consulta. En cuestión de segundos apareció Ramírez, el guardia jurado del centro: un hombre corpulento con cara de haber visto demasiados lunes.

—¿Qué pasa aquí, doctor?

—Creo que la señora está... confundida —susurró el médico.

Linda, al ver entrar a un hombre uniformado, se alteró aún más.

—¡NO, NO! ¡I’M NOT CRAZY! ¡GARLIC! ¡GARLIC IN EAR! —berreó, señalándose el oído con tanta fuerza que casi se lo arranca.

—Tranquila, señora, vamos a salir un momentito —dijo Ramírez, mientras la conducía con cuidado fuera de la consulta.

¡NOOO! ¡EAR! ¡AJO! ¡ES NATURAL MEDICINE! —gritaba ella, mientras los pacientes en la sala de espera se santiguaban o contenían la risa. Una anciana susurró:

—Pobrecita, seguro que es del yoga.

Finalmente, en una sala aparte, una enfermera joven que hablaba inglés se sentó con ella.

—Okay, Linda, tell me slowly. What happened?

Linda, agotada y al borde del llanto:

—I had ear pain. I put garlic. Now garlic live inside me.

La enfermera la miró con una mezcla de compasión y contención heroica de la risa.

—Vale... tiene un diente de ajo metido en el oído. Perfecto. Lo vamos a sacar.

Diez minutos después, un médico con pinzas y una linterna profesional extrajo el diente rebelde. El ajo salió brillante, tibio y, según testigos, oliendo como un plato de espagueti al pesto.

Linda lloró de emoción.

—Thank you, thank you so much. I promise no more garlic.

La enfermera le respondió con una sonrisa amable:

—Por favor, la próxima vez, use gotas, no ensalada.

Y así fue como Miss Linda, la profesora hippie del centro, no acudió a la clase de la mañana. En la sala de profesores solo se oyó al directo diciendo, con su eterna calma zen:

—Bueno, chicos, hoy Linda no viene... tuvo un pequeño problema con... eh... un condimento.

Desde entonces, cada vez que alguien proponía un remedio natural, otro compañero o compañera añadía con sorna:

—Sí, pero sin ajo en el oído, ¿eh?

Y así quedó inmortalizada la anécdota de Miss Linda y el ajo atrapado, la única vez que un bulbo aromático logró más fama que una profesora de inglés.


miércoles, 8 de octubre de 2025

LA HIERBA ERA MÁS VERDE Y LA LUZ MÁS BRILLANTE

Primera parte: El otoño que no dolió del todo

La universidad no empezó como empiezan los sueños. No hubo fuegos artificiales ni promesas de futuro brillando en la frente. Empezó con una pérdida. Con una ausencia que se instaló en el pecho como una piedra tibia, que no quemaba, pero pesaba. Y con un amor que apenas había nacido y ya se había ido, como esas flores que se abren antes de tiempo y se marchitan sin haber conocido la primavera.

Era otoño. Las hojas caían en el campus como si supieran que yo también me estaba deshojando. Caminaba por los pasillos de la facultad con la mirada baja, como si el suelo pudiera ofrecerme respuestas que el cielo me negaba. No esperaba nada. No quería nada. Pero entonces ocurrió lo que ocurre en las buenas historias: algo inesperado. No me hundí. No me encerré. No me convertí en sombra. Hice lo contrario. Me abrí. Me rodeé de gente.

José fue el primero. Lo conocí en la secretaría de la facultad, hablamos en catalán, aunque ninguno de los dos veníamos de familias catalanoparlantes. Después vinieron Rafa, con su buen humor y su vozarrón, junto con Inma, la muchacha de grandes ojos verdes. Y luego les siguieron un trío inolvidable: Ana, Marta y Marga. Y muchos, muchos más. Sonia, María Jesús, Belén, Laura, Nandi, Ismael, Félix, Cristian, Elisabeth, Guillem y un buen puñado de estudiantes del programa Erasmus... Un grupo que no se formó por azar, sino por necesidad. Nos necesitábamos. Y nos encontramos.

Éramos una constelación de afectos. Un enjambre de risas, apuntes, cafés y confidencias. Nos unimos como se unen los náufragos: con urgencia, con ternura, con hambre de compañía. El intercambio de apuntes fue el primer ritual. Nos pasábamos hojas como quien pasa cartas de amor. Subrayados, esquemas, dibujos absurdos en los márgenes. Cada apunte era una forma de decir: “Estoy contigo. No estás solo”.

La cafetería se convirtió en nuestro templo. Allí reíamos como si el mundo fuera un chiste privado. Las clases compartidas eran más que clases: eran coreografías de miradas, susurros, notas jocosas y asignaciones en equipo. El cineclub nos enseñó que las películas no solo se ven: se viven, se discuten, se lloran o son para reír juntos. Las fiestas en la residencia universitaria eran explosiones de música, miradas cómplices y abrazos. Recuerdo también aquellas otras fiestas de pijamas en casa de Sonia, para Navidades, en las que el buen humor nos tenía hasta bien entrada la madrugada.

A veces estudiábamos juntos o en pequeños grupos. No por obligación, sino por complicidad. Nos sentábamos en círculo, rodeados de libros y apuntes. Si había silencio, este era dulce porque estaba lleno de presencia. Hacíamos pausas en el césped del campus. Lo llamábamos “fotosíntesis”. Nos tumbábamos al sol como plantas humanas, dejando que la luz nos curara las heridas invisibles y las inquietudes de aquella edad. A veces no hablábamos. A veces solo respirábamos juntos. Y eso bastaba.

Los cumpleaños eran celebraciones de la amistad. No importaba si había tarta o no. Lo importante era que estábamos ahí, que nos cantábamos los unos a los otros, que nos abrazábamos como si el tiempo fuera un regalo. Salíamos por Barcelona como quien explora un mapa emocional. El parque de atracciones de Montjuïc fue escenario de risas que aún resuenan en mi memoria. Las comidas en restaurantes (a veces en parques) eran banquetes de historias, de anécdotas, de confesiones.

Todo eso ocurrió. Todo eso fue real. Y sin saberlo, estaba viviendo mi época dorada.


Segunda parte: La órbita de los que se encuentran

Ella llegó tarde. No mucho. Apenas unos minutos. Pero fue suficiente para que el aire cambiara de densidad. Para que el murmullo de la clase se volviera un telón de fondo y su figura, al cruzar la puerta, se convirtiera en el centro de gravedad de mi universo.

No la conocía. O mejor dicho, no la había mirado de verdad hasta ese instante. Era una compañera más, una silueta entre muchas, una voz que a veces respondía en clase. Pero aquel día, al verla entrar con su melena rizada, la mirada gris-verdosa tras sus gafas, con la mochila colgando de un hombro y la respiración agitada, algo se quebró en mí. O se encendió. O ambas cosas.

No fue fácil. No hubo flechazo ni confesiones inmediatas. Éramos satélites distantes. Coincidíamos a veces en clase, en la cantina, en los pasillos. Nos saludábamos con cortesía, con esa mezcla de timidez y protocolo que tienen los jóvenes cuando aún no saben si están autorizados a desear. Pero nuestras órbitas, en lugar de alejarse, empezaron a acercarse. Lentamente. Como si el universo tuviera un plan que nosotros aún no comprendíamos.

Todo empezó con los apuntes, seguido de cortas conversaciones en los pasillos de la facultad. Luego vinieron los cafés en la cantina. Al principio eran casuales, compartidos con otros compañeros. Pero poco a poco se volvieron nuestros. Íntimos. Silenciosos. Llenos de miradas que decían más que las palabras.

Las llamadas de teléfono fueron el siguiente paso. Interminables. No hablábamos de nada y hablábamos de todo. De los profesores, de los exámenes, de nuestras familias, de nuestros miedos. A veces nos quedábamos en silencio, escuchando la respiración del otro al otro lado de la línea. Y ese silencio era más elocuente que cualquier discurso.

Lo que nos unió no fue la pasión inmediata, ni la urgencia del deseo. Fue algo más profundo. Un hambre de ser quien uno es sin tener que fingir nada. Con ella, no necesitaba parecer más inteligente ni más divertido. Podía ser yo. Con mis dudas, mis heridas, mis sueños torpes. Y ella también se mostraba sin disfraces. Nos desnudábamos emocionalmente, sin prisa, sin miedo.

Una tarde de otoño quedamos para pasear por Barcelona. Una ciudad cansada de lluvia y de borrasca durante toda una semana, pero el sol brilló para nosotros. Después del primer beso, supe que algo había cambiado. Que ya no éramos satélites. Que nuestras órbitas se habían fundido en una sola.

No todo fue fácil. Tuvimos dudas, silencios, momentos de distancia. Pero siempre volvíamos. Como si hubiera un hilo invisible que nos ataba, que nos llamaba, que nos recordaba que juntos éramos más que dos. Éramos un hogar en construcción.

Y ese hogar, con el tiempo, se volvió real. Casi treinta años después, todavía seguimos juntos. Hemos formado una familia. Hemos construido una vida con los ladrillos de aquellos días universitarios. Con los apuntes compartidos, los cafés, las llamadas, las risas, los silencios. Con la certeza de que el amor no siempre llega como un relámpago. A veces llega como una lluvia suave que empapa sin que uno se dé cuenta.

Ella sigue siendo la misma. Y yo también. Cambiados, sí. Madurados. Pero en el fondo, seguimos siendo aquellos dos estudiantes que se encontraron sin buscarse. Que se eligieron sin saberlo. Que se amaron sin promesas, pero con una fidelidad que ha resistido al tiempo.

Tercera parte: Un patrimonio

La vida, con su ritmo implacable, nos empuja hacia adelante. Nos llena de responsabilidades, de horarios, de compromisos que a veces parecen no dejar espacio para el recuerdo. Pero hay cosas que no se desgastan con el tiempo. Hay vínculos que, aunque se enfríen en la superficie, siguen ardiendo en lo profundo. Así son las amistades verdaderas. Así es el amor que nace en los días inciertos y se fortalece en los años compartidos.

Mis amigos de la facultad fueron más que compañeros de clase. Fueron abrigo en los días fríos, brújula en los momentos de confusión, espejo en el que pude reconocerme sin miedo. En aquella etapa en la que todo parecía tambalearse —la tristeza por una pérdida, el amor que no fue, la incertidumbre del futuro— ellos fueron mi patrimonio emocional. Me mantuvieron a salvo. No permitieron que naufragara. Me sostuvieron con risas, con presencia, con gestos pequeños que, vistos desde hoy, fueron enormes.

Nos unió la juventud, sí, pero también la necesidad de pertenecer. De encontrar en el otro un refugio. Compartimos apuntes, sí, pero también secretos. Celebramos cumpleaños, pero también derrotas. Hicimos “fotosíntesis” en el césped, pero también cultivamos raíces invisibles que aún hoy nos conectan. Cada salida por Barcelona, cada noche en la residencia universitaria y cada café en la cantina, fueron una piedra más en el puente que nos unió.

Hoy, la llama es menos viva. El contacto es esporádico. Las responsabilidades familiares y laborales han tejido una red que nos mantiene ocupados, a veces distantes. Pero el vínculo no se ha roto. No puede romperse. Porque está hecho de algo más fuerte que el tiempo: está hecho de memoria compartida, de afecto sincero, de complicidad que no necesita palabras.

Cada vez que pienso en lo que tuvimos, lo mantengo. Cada vez que uno de ellos aparece en una foto antigua, en una canción que escuchábamos, en una frase que solíamos repetir, algo se enciende. Y sé que, en algún rincón de su vida, también ocurre lo mismo. Somos parte del paisaje emocional del otro. Y eso no se pierde.

El amor, por su parte, ha sido el hilo que ha cosido todos estos años. Nació en la facultad, tímido, incierto, y se volvió hogar. Con ella, con aquella compañera que llegó tarde y me quitó el aliento, he construido una vida. Y cada día, al mirarla, recuerdo que el amor verdadero no es el que arde sin pausa, sino el que sabe mantenerse encendido incluso en la rutina y continuará en el tiempo, a través de nuestros hijos.

Cuando pienso en todo aquello —las risas en la cantina, las tardes de fotosíntesis, los apuntes compartidos, el amor que llegó tarde, pero se quedó para siempre— no puedo evitar que suene en mi memoria High Hopes de Pink Floyd. Aquella canción que parecía escrita para nosotros, para esa época dorada en la que “the grass was greener, the light was brighter”. Porque así fue: el césped del campus era más verde, la luz en nuestros rostros más brillante, y el futuro parecía una promesa infinita. Hoy, aunque la llama de la amistad arde con menos fuerza y el amor ha aprendido a habitar la rutina, sé que todo lo vivido permanece. Como en la canción, “the endless river” sigue fluyendo, y cada vez que cerramos los ojos y recordamos, volvemos a caminar por aquel sendero de altos sueños, sabiendo que lo mejor no fue lo que soñamos, sino lo que supimos construir juntos.

Las amistades y el amor son el verdadero patrimonio de nuestras vidas. No cotizan en bolsa, no se exhiben en vitrinas, pero son lo que nos sostiene cuando todo lo demás se tambalea. Y aunque el tiempo pase, aunque la llama se vuelva tenue, basta una chispa de recuerdo para saber que siguen ahí. Vivos. Nuestros. Eternos.


martes, 7 de octubre de 2025

RESEÑA - PESADILLAS REALES

 DE JAVIER ALONSO FRAILE

En Pesadillas reales, Javier Alonso Fraile nos sumerge en una historia intensa y envolvente que transita con soltura entre lo tangible y lo inexplicable. La novela sigue a dos jóvenes cuyas vidas, marcadas por la adversidad, se entrelazan en un encuentro que cambiará su destino. Lo que comienza como una amistad forjada en la necesidad, pronto se convierte en una travesía cargada de peligros, emociones extremas y fenómenos que desafían la lógica.

La narración se despliega con un ritmo ágil, casi cinematográfico, que mantiene al lector en vilo. Cada capítulo abre nuevas puertas a lo desconocido, y la tensión se dosifica con precisión para que la lectura nunca pierda fuerza. El autor juega con los límites de la percepción, haciendo que los sueños y las pesadillas se filtren en la realidad de los protagonistas, especialmente en la de Antonio, cuya lucha interna se convierte en el eje emocional de la trama.

Uno de los grandes aciertos de la novela es su capacidad para combinar acción trepidante con una atmósfera inquietante. La presencia de elementos paranormales no solo añade misterio, sino que también profundiza en los miedos y deseos de los personajes. La historia no se limita a entretener: plantea preguntas sobre la identidad, la supervivencia y la fragilidad de la mente cuando se enfrenta a lo inexplicable.

La construcción de los personajes es otro punto fuerte. No son héroes convencionales, sino jóvenes vulnerables que deben enfrentarse a una banda criminal, a sus propios traumas y a una realidad que se descompone. Sus reacciones, sus decisiones y sus vínculos están narrados con una sensibilidad que permite empatizar con ellos, incluso cuando sus actos rozan lo irracional.

La novela destaca por su capacidad de mantener al lector en un estado de alerta constante. Cada giro, cada revelación, cada escena onírica añade capas a una historia que nunca se acomoda. Es una lectura que se devora con ansia, pero que deja huella por su complejidad emocional y su atmósfera envolvente.

En definitiva, Pesadillas reales es una propuesta valiente y absorbente, ideal para quienes disfrutan de las narrativas que desafían la lógica y exploran los rincones más oscuros de la mente humana. Una novela que no solo se lee, sino que se vive.

49 VUELTAS AL SOL


Septiembre de 1988. Pol Ferrer, un joven apasionado por la lectura y la escritura, inicia su etapa de instituto, ignorando que se embarca en un viaje emocional de la mano de una enigmática compañera de clase que cambiará su vida por completo. Sin embargo, Erika no será su única guía en el camino de la vida, pues Pol también se cruzará con Sara, una tímida muchacha que le mostrará cómo capturar la belleza en el tiempo, y años después con Cristina, una extraordinaria y evasiva mujer que lo seducirá con su música.

Con una narrativa que entrelaza momentos de alegría y tristeza, 49 vueltas al sol es una reflexión profunda sobre el amor en sus múltiples formas. Nos invita a valorar esos lazos que, a pesar de las adversidades, permanecen firmes y nos transforman. 

Esta novela nos recuerda que el amor verdadero no solo perdura, sino que también evoluciona, enriqueciendo nuestras vidas de maneras inesperadas.

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domingo, 5 de octubre de 2025

RESEÑA - UN CHOCOLATE CON SABOR A NUBES

DE BELÉN FRANCO

Un chocolate con sabor a nubes es una deliciosa novela que combina romance, misterio histórico y una mirada íntima a los primeros amores. Belén Franco nos regala una historia envolvente, narrada con una prosa clara y fluida que atrapa desde la primera página y nos transporta a la mágica ciudad de Carcassonne, donde la protagonista, Elisa, inicia una nueva etapa de su vida.

Elisa, una joven española que viaja a Francia para aprender el idioma, se convierte en el eje de un triángulo amoroso que late con intensidad y ternura. Por un lado, está Gabriel, el chico rockero y espontáneo que despierta en ella una conexión inesperada. Por otro, Julien, misterioso y encantador, cuya historia personal está entrelazada con secretos del pasado. La autora construye este triángulo con sensibilidad, sin caer en clichés, y logra que cada relación tenga su propio ritmo y profundidad emocional.

Uno de los grandes aciertos de la novela es cómo Franco aborda la experiencia del extranjero. Elisa no solo se enfrenta a un idioma nuevo, sino también a una cultura distinta, a la soledad y al descubrimiento personal. Su mirada sobre Carcassonne, con sus calles medievales y su atmósfera cargada de historia, se convierte en un reflejo de su propio proceso de transformación.

El componente histórico añade una capa fascinante a la trama: el misterio de los cátaros y unas cartas desaparecidas que Julien encuentra, abren la puerta a una investigación que mezcla traiciones, secretos y revelaciones. Este hilo narrativo se entrelaza con el romance de forma orgánica, sin restarle protagonismo a las emociones juveniles, sino potenciándolas.

Franco demuestra una gran habilidad para retratar la complejidad de las primeras relaciones: los celos, las dudas, la intensidad de los sentimientos y la vulnerabilidad que conllevan. Las escenas románticas están escritas con una ternura que conmueve, sin caer en lo empalagoso, y con una autenticidad que hace que el lector se identifique fácilmente con los personajes.

En definitiva, Un chocolate con sabor a nubes es una novela que lo tiene todo: amor, misterio, crecimiento personal.