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miércoles, 8 de octubre de 2025

LA HIERBA ERA MÁS VERDE Y LA LUZ MÁS BRILLANTE

Primera parte: El otoño que no dolió del todo

La universidad no empezó como empiezan los sueños. No hubo fuegos artificiales ni promesas de futuro brillando en la frente. Empezó con una pérdida. Con una ausencia que se instaló en el pecho como una piedra tibia, que no quemaba, pero pesaba. Y con un amor que apenas había nacido y ya se había ido, como esas flores que se abren antes de tiempo y se marchitan sin haber conocido la primavera.

Era otoño. Las hojas caían en el campus como si supieran que yo también me estaba deshojando. Caminaba por los pasillos de la facultad con la mirada baja, como si el suelo pudiera ofrecerme respuestas que el cielo me negaba. No esperaba nada. No quería nada. Pero entonces ocurrió lo que ocurre en las buenas historias: algo inesperado. No me hundí. No me encerré. No me convertí en sombra. Hice lo contrario. Me abrí. Me rodeé de gente.

José fue el primero. Lo conocí en la secretaría de la facultad, hablamos en catalán, aunque ninguno de los dos veníamos de familias catalanoparlantes. Después vinieron Rafa, con su buen humor y su vozarrón, junto con Inma, la muchacha de grandes ojos verdes. Y luego les siguieron un trío inolvidable: Ana, Marta y Marga. Y muchos, muchos más. Sonia, María Jesús, Belén, Laura, Nandi, Ismael, Félix, Cristian, Elisabeth, Guillem y un buen puñado de estudiantes del programa Erasmus... Un grupo que no se formó por azar, sino por necesidad. Nos necesitábamos. Y nos encontramos.

Éramos una constelación de afectos. Un enjambre de risas, apuntes, cafés y confidencias. Nos unimos como se unen los náufragos: con urgencia, con ternura, con hambre de compañía. El intercambio de apuntes fue el primer ritual. Nos pasábamos hojas como quien pasa cartas de amor. Subrayados, esquemas, dibujos absurdos en los márgenes. Cada apunte era una forma de decir: “Estoy contigo. No estás solo”.

La cafetería se convirtió en nuestro templo. Allí reíamos como si el mundo fuera un chiste privado. Las clases compartidas eran más que clases: eran coreografías de miradas, susurros, notas jocosas y asignaciones en equipo. El cineclub nos enseñó que las películas no solo se ven: se viven, se discuten, se lloran o son para reír juntos. Las fiestas en la residencia universitaria eran explosiones de música, miradas cómplices y abrazos. Recuerdo también aquellas otras fiestas de pijamas en casa de Sonia, para Navidades, en las que el buen humor nos tenía hasta bien entrada la madrugada.

A veces estudiábamos juntos o en pequeños grupos. No por obligación, sino por complicidad. Nos sentábamos en círculo, rodeados de libros y apuntes. Si había silencio, este era dulce porque estaba lleno de presencia. Hacíamos pausas en el césped del campus. Lo llamábamos “fotosíntesis”. Nos tumbábamos al sol como plantas humanas, dejando que la luz nos curara las heridas invisibles y las inquietudes de aquella edad. A veces no hablábamos. A veces solo respirábamos juntos. Y eso bastaba.

Los cumpleaños eran celebraciones de la amistad. No importaba si había tarta o no. Lo importante era que estábamos ahí, que nos cantábamos los unos a los otros, que nos abrazábamos como si el tiempo fuera un regalo. Salíamos por Barcelona como quien explora un mapa emocional. El parque de atracciones de Montjuïc fue escenario de risas que aún resuenan en mi memoria. Las comidas en restaurantes (a veces en parques) eran banquetes de historias, de anécdotas, de confesiones.

Todo eso ocurrió. Todo eso fue real. Y sin saberlo, estaba viviendo mi época dorada.


Segunda parte: La órbita de los que se encuentran

Ella llegó tarde. No mucho. Apenas unos minutos. Pero fue suficiente para que el aire cambiara de densidad. Para que el murmullo de la clase se volviera un telón de fondo y su figura, al cruzar la puerta, se convirtiera en el centro de gravedad de mi universo.

No la conocía. O mejor dicho, no la había mirado de verdad hasta ese instante. Era una compañera más, una silueta entre muchas, una voz que a veces respondía en clase. Pero aquel día, al verla entrar con su melena rizada, la mirada gris-verdosa tras sus gafas, con la mochila colgando de un hombro y la respiración agitada, algo se quebró en mí. O se encendió. O ambas cosas.

No fue fácil. No hubo flechazo ni confesiones inmediatas. Éramos satélites distantes. Coincidíamos a veces en clase, en la cantina, en los pasillos. Nos saludábamos con cortesía, con esa mezcla de timidez y protocolo que tienen los jóvenes cuando aún no saben si están autorizados a desear. Pero nuestras órbitas, en lugar de alejarse, empezaron a acercarse. Lentamente. Como si el universo tuviera un plan que nosotros aún no comprendíamos.

Todo empezó con los apuntes, seguido de cortas conversaciones en los pasillos de la facultad. Luego vinieron los cafés en la cantina. Al principio eran casuales, compartidos con otros compañeros. Pero poco a poco se volvieron nuestros. Íntimos. Silenciosos. Llenos de miradas que decían más que las palabras.

Las llamadas de teléfono fueron el siguiente paso. Interminables. No hablábamos de nada y hablábamos de todo. De los profesores, de los exámenes, de nuestras familias, de nuestros miedos. A veces nos quedábamos en silencio, escuchando la respiración del otro al otro lado de la línea. Y ese silencio era más elocuente que cualquier discurso.

Lo que nos unió no fue la pasión inmediata, ni la urgencia del deseo. Fue algo más profundo. Un hambre de ser quien uno es sin tener que fingir nada. Con ella, no necesitaba parecer más inteligente ni más divertido. Podía ser yo. Con mis dudas, mis heridas, mis sueños torpes. Y ella también se mostraba sin disfraces. Nos desnudábamos emocionalmente, sin prisa, sin miedo.

Una tarde de otoño quedamos para pasear por Barcelona. Una ciudad cansada de lluvia y de borrasca durante toda una semana, pero el sol brilló para nosotros. Después del primer beso, supe que algo había cambiado. Que ya no éramos satélites. Que nuestras órbitas se habían fundido en una sola.

No todo fue fácil. Tuvimos dudas, silencios, momentos de distancia. Pero siempre volvíamos. Como si hubiera un hilo invisible que nos ataba, que nos llamaba, que nos recordaba que juntos éramos más que dos. Éramos un hogar en construcción.

Y ese hogar, con el tiempo, se volvió real. Casi treinta años después, todavía seguimos juntos. Hemos formado una familia. Hemos construido una vida con los ladrillos de aquellos días universitarios. Con los apuntes compartidos, los cafés, las llamadas, las risas, los silencios. Con la certeza de que el amor no siempre llega como un relámpago. A veces llega como una lluvia suave que empapa sin que uno se dé cuenta.

Ella sigue siendo la misma. Y yo también. Cambiados, sí. Madurados. Pero en el fondo, seguimos siendo aquellos dos estudiantes que se encontraron sin buscarse. Que se eligieron sin saberlo. Que se amaron sin promesas, pero con una fidelidad que ha resistido al tiempo.

Tercera parte: Un patrimonio

La vida, con su ritmo implacable, nos empuja hacia adelante. Nos llena de responsabilidades, de horarios, de compromisos que a veces parecen no dejar espacio para el recuerdo. Pero hay cosas que no se desgastan con el tiempo. Hay vínculos que, aunque se enfríen en la superficie, siguen ardiendo en lo profundo. Así son las amistades verdaderas. Así es el amor que nace en los días inciertos y se fortalece en los años compartidos.

Mis amigos de la facultad fueron más que compañeros de clase. Fueron abrigo en los días fríos, brújula en los momentos de confusión, espejo en el que pude reconocerme sin miedo. En aquella etapa en la que todo parecía tambalearse —la tristeza por una pérdida, el amor que no fue, la incertidumbre del futuro— ellos fueron mi patrimonio emocional. Me mantuvieron a salvo. No permitieron que naufragara. Me sostuvieron con risas, con presencia, con gestos pequeños que, vistos desde hoy, fueron enormes.

Nos unió la juventud, sí, pero también la necesidad de pertenecer. De encontrar en el otro un refugio. Compartimos apuntes, sí, pero también secretos. Celebramos cumpleaños, pero también derrotas. Hicimos “fotosíntesis” en el césped, pero también cultivamos raíces invisibles que aún hoy nos conectan. Cada salida por Barcelona, cada noche en la residencia universitaria y cada café en la cantina, fueron una piedra más en el puente que nos unió.

Hoy, la llama es menos viva. El contacto es esporádico. Las responsabilidades familiares y laborales han tejido una red que nos mantiene ocupados, a veces distantes. Pero el vínculo no se ha roto. No puede romperse. Porque está hecho de algo más fuerte que el tiempo: está hecho de memoria compartida, de afecto sincero, de complicidad que no necesita palabras.

Cada vez que pienso en lo que tuvimos, lo mantengo. Cada vez que uno de ellos aparece en una foto antigua, en una canción que escuchábamos, en una frase que solíamos repetir, algo se enciende. Y sé que, en algún rincón de su vida, también ocurre lo mismo. Somos parte del paisaje emocional del otro. Y eso no se pierde.

El amor, por su parte, ha sido el hilo que ha cosido todos estos años. Nació en la facultad, tímido, incierto, y se volvió hogar. Con ella, con aquella compañera que llegó tarde y me quitó el aliento, he construido una vida. Y cada día, al mirarla, recuerdo que el amor verdadero no es el que arde sin pausa, sino el que sabe mantenerse encendido incluso en la rutina y continuará en el tiempo, a través de nuestros hijos.

Cuando pienso en todo aquello —las risas en la cantina, las tardes de fotosíntesis, los apuntes compartidos, el amor que llegó tarde, pero se quedó para siempre— no puedo evitar que suene en mi memoria High Hopes de Pink Floyd. Aquella canción que parecía escrita para nosotros, para esa época dorada en la que “the grass was greener, the light was brighter”. Porque así fue: el césped del campus era más verde, la luz en nuestros rostros más brillante, y el futuro parecía una promesa infinita. Hoy, aunque la llama de la amistad arde con menos fuerza y el amor ha aprendido a habitar la rutina, sé que todo lo vivido permanece. Como en la canción, “the endless river” sigue fluyendo, y cada vez que cerramos los ojos y recordamos, volvemos a caminar por aquel sendero de altos sueños, sabiendo que lo mejor no fue lo que soñamos, sino lo que supimos construir juntos.

Las amistades y el amor son el verdadero patrimonio de nuestras vidas. No cotizan en bolsa, no se exhiben en vitrinas, pero son lo que nos sostiene cuando todo lo demás se tambalea. Y aunque el tiempo pase, aunque la llama se vuelva tenue, basta una chispa de recuerdo para saber que siguen ahí. Vivos. Nuestros. Eternos.


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