
Aunque en la escuela de idiomas nadie llevaba pantalones de lino, ni bebía infusiones de jengibre ni hablaba del “poder sanador de las vibraciones”, aterrizó un día Miss Linda, una profesora norteamericana con alma de Woodstock y un currículum que olía a incienso y crema de coco. Era un alma libre, de esas que creen que el ajo lo cura todo, incluso el desamor.
Una noche, la pobre mujer empezó a sentir un dolor terrible en el oído. Pero claro, ir al médico era mainstream, y Linda no iba a caer en eso. Así que, tras consultar un blog de medicina alternativa (seguramente redactado por alguien llamado “Sol del Alba”), decidió meterse un diente de ajo en el oído.
“Natural antibiotic,” murmuró satisfecha, envolviéndose en su manta étnica antes de dormir.
Al amanecer, algo iba mal. No solo seguía sorda del oído izquierdo: el ajo había desaparecido en el interior. Ni rastro. Ni siquiera asomaba la puntita. Posiblemente, al haber dormido sobre ese oído el diente se había sumergido en su interior. Entró en pánico. Intentó extraerlo con unas pinzas de depilar, con un bastoncillo, incluso con una pajita de bambú, pero nada. El ajo se había declarado ciudadano en pleno derecho del pabellón auditivo.
Desesperada, se plantó en el Centro de Atención Primaria del barrio, vestida con un poncho de colores, sandalias y el pelo recogido con un lápiz. Se acercó al mostrador y dijo, con su mejor español:
Al amanecer, algo iba mal. No solo seguía sorda del oído izquierdo: el ajo había desaparecido en el interior. Ni rastro. Ni siquiera asomaba la puntita. Posiblemente, al haber dormido sobre ese oído el diente se había sumergido en su interior. Entró en pánico. Intentó extraerlo con unas pinzas de depilar, con un bastoncillo, incluso con una pajita de bambú, pero nada. El ajo se había declarado ciudadano en pleno derecho del pabellón auditivo.
Desesperada, se plantó en el Centro de Atención Primaria del barrio, vestida con un poncho de colores, sandalias y el pelo recogido con un lápiz. Se acercó al mostrador y dijo, con su mejor español:
—Buenos días, yo tengo... eh... garlic in ear.
La enfermera la miró con una sonrisa congelada.
—¿Perdón?
Linda repitió, más fuerte y con gestos:
—¡GARLIC! ¡IN! ¡EAR! ¡Mucho dolor, a lot of pain!
La enfermera parpadeó.
—¿Dice usted que tiene un diente... de ajo... en el oído?
Linda, convencida de que nadie la entendía, comenzó a hablar en una mezcla de inglés, español y desesperación espiritual:
—Yes, yes, garlic! ¡Diente espiritual! ¡Healing! Pero ahora stuck! ¡Muy stuck!
El médico de guardia, un hombre de mirada cansada que ya había atendido tres torceduras, dos resfriados y un caso de “energías cruzadas”, la hizo pasar.
—A ver, señora, ¿qué le pasa exactamente?
Linda se sentó, despeinada y sudando esencias naturales.
—Tengo... cómo se dice... ajo inside ear, no salir, no puedo sacar, please help.
El médico la observó sin entender una palabra, mientras ella señalaba su oído con desesperación.
—Tranquila, tranquila, ¿tiene usted dolor en la cabeza?
—¡NO! ¡AJO! ¡GARLIC! ¡IN MY EAR, DOCTOR!
El tono de Linda subía y subía, hasta que el médico empezó a sospechar que se trataba de una crisis nerviosa.
—Señorita, ¿ha tomado algo? ¿Algún medicamento?
—¡ONLY LOVE AND GARLIC! —gritó ella, moviendo los brazos como si estuviera invocando a los espíritus del Mediterráneo.
El doctor, preocupado por su integridad física, pulsó un botón de su intercomunicador, pidiéndo que alguien de seguridad acudiese a su consulta. En cuestión de segundos apareció Ramírez, el guardia jurado del centro: un hombre corpulento con cara de haber visto demasiados lunes.
—¿Qué pasa aquí, doctor?
—Creo que la señora está... confundida —susurró el médico.
Linda, al ver entrar a un hombre uniformado, se alteró aún más.
—¡NO, NO! ¡I’M NOT CRAZY! ¡GARLIC! ¡GARLIC IN EAR! —berreó, señalándose el oído con tanta fuerza que casi se lo arranca.
—Tranquila, señora, vamos a salir un momentito —dijo Ramírez, mientras la conducía con cuidado fuera de la consulta.
—¡NOOO! ¡EAR! ¡AJO! ¡ES NATURAL MEDICINE! —gritaba ella, mientras los pacientes en la sala de espera se santiguaban o contenían la risa. Una anciana susurró:
—Pobrecita, seguro que es del yoga.
Finalmente, en una sala aparte, una enfermera joven que hablaba inglés se sentó con ella.
—Okay, Linda, tell me slowly. What happened?
Linda, agotada y al borde del llanto:
—I had ear pain. I put garlic. Now garlic live inside me.
La enfermera la miró con una mezcla de compasión y contención heroica de la risa.
—Vale... tiene un diente de ajo metido en el oído. Perfecto. Lo vamos a sacar.
Diez minutos después, un médico con pinzas y una linterna profesional extrajo el diente rebelde. El ajo salió brillante, tibio y, según testigos, oliendo como un plato de espagueti al pesto.
Linda lloró de emoción.
—Thank you, thank you so much. I promise no more garlic.
La enfermera le respondió con una sonrisa amable:
—Por favor, la próxima vez, use gotas, no ensalada.
Y así fue como Miss Linda, la profesora hippie del centro, no acudió a la clase de la mañana. En la sala de profesores solo se oyó al directo diciendo, con su eterna calma zen:
—Bueno, chicos, hoy Linda no viene... tuvo un pequeño problema con... eh... un condimento.
Desde entonces, cada vez que alguien proponía un remedio natural, otro compañero o compañera añadía con sorna:
—Sí, pero sin ajo en el oído, ¿eh?
Y así quedó inmortalizada la anécdota de Miss Linda y el ajo atrapado, la única vez que un bulbo aromático logró más fama que una profesora de inglés.
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