Las desapariciones de decenas de mujeres en el Golfo de Cádiz comienzan con algo tan inquietante como un murmullo. Una frecuencia apenas perceptible, que solo ciertas mujeres pueden escuchar, se convierte en el detonante de un misterio que sacude a toda la sociedad. Con esta premisa, Leonardo Jiménez nos sumerge en una novela que mezcla ciencia-ficción y tecno-thriller con gran habilidad, atrapando al lector desde la primera página.
La historia se articula en torno a tres personajes que, más allá de la intriga, nos muestran su humanidad y sus heridas: una informática marcada por un pasado trágico, una periodista que no se resigna a perder a su hermana gemela y un cámara de televisión que busca desesperadamente a su pareja. Sus caminos se cruzan en medio del caos mediático y la paranoia colectiva, formando un equipo tan improbable como necesario. Juntos se enfrentan a un enigma que no solo desafía la lógica, sino también los límites de la conciencia humana.
Jiménez maneja la tensión con precisión. El misterio se dosifica de manera inteligente, sin prisas pero sin pausas, logrando que cada capítulo aporte una pieza más al rompecabezas. La prosa es fluida, directa y envolvente, capaz de mantenernos en vilo mientras nos invita a reflexionar sobre el poder del sonido, la fragilidad de la mente y el miedo que se expande cuando la explicación parece inalcanzable.
Uno de los grandes aciertos de la novela es la construcción de personajes. No son héroes perfectos, sino personas creíbles, con dudas, contradicciones y emociones que los lectores pueden reconocer. Esa cercanía hace que el suspense se viva con mayor intensidad, porque lo que está en juego no es solo resolver un misterio, sino salvar vidas y preservar vínculos afectivos.
Además, El zumbido refleja con acierto cómo los medios de comunicación y las teorías conspirativas alimentan la paranoia social, creando un ambiente opresivo que se siente tan real como inquietante. Esa mezcla de actualidad y ficción convierte la lectura en una experiencia doble: entretenida y, al mismo tiempo, perturbadoramente plausible.
No es la primera obra que leo de este autor, y se nota cómo su pluma ha madurado con el tiempo. Como el buen vino, su narrativa gana cuerpo y matices, ofreciendo una historia que atrapa y no suelta. Si buscas una novela que te mantenga pegado a sus páginas, que combine emoción, misterio y reflexión, El zumbido es tu próxima lectura.
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Una novela que nos recuerda que el amor verdadero no solo perdura, sino que también evoluciona, enriqueciendo nuestras vidas de maneras inesperadas.
Colorado Kid se erige como una obra concisa pero cautivadora dentro del catálogo de Stephen King, destacando precisamente porque su fuerza reside en la ausencia de una conclusión tajante. Más que resolver un crimen, esta novela celebra y ensalza el misterio como valor en sí mismo.
Conocido globalmente por dominar el horror y el suspense, King da un giro inesperado en esta publicación de 2005 para la colección Hard Case Crime, sumergiéndose en el género negro clásico. La acción se sitúa en una pequeña isla frente a la costa de Maine, donde dos veteranos de un periódico, Vince Teague y Dave Bowie, comparten con la joven aprendiz, Steffani, los detalles de un caso irresoluble. El hallazgo del cadáver de un hombre en la playa, desprovisto de identificación y pistas claras, se transforma en un acertijo persistente, cuya identidad solo profundiza la intriga.
Lo que verdaderamente distingue a Colorado Kid es la intención del autor: no se trata de desvelar al asesino o el móvil, sino de meditar sobre la esencia de lo inexplicable. La obra funciona como una alegoría de la insaciable curiosidad humana y la necesidad de aceptar la ambigüedad. Este enfoque, lejos de resultar frustrante, se percibe como estimulante: incita al lector a abrazar la duda y a valorar la travesía de la investigación por encima del punto de llegada.
La prosa es fluida y directa, lo que convierte sus aproximadamente 150 páginas en una lectura veloz pero densa. King exhibe su maestría para tejer atmósferas: Maine, con su quietud y sus rutinas, emerge como un personaje silencioso, un escenario imbuido de nostalgia e incertidumbre. Los diálogos entre los periodistas experimentados y la becaria aportan frescura y vitalidad, sirviendo de nexo intergeneracional que ilustra la complementariedad entre la veteranía y la avidez de conocimiento.
Otro punto a favor es cómo Colorado Kid desafía las expectativas del lector habitual de King. Aquí no hay criaturas sobrenaturales ni amenazas terroríficas, sino un misterio terrenal, sencillo y desconcertante. Esta apuesta por la austeridad y el minimalismo narrativo subraya la versatilidad del autor y su habilidad para incursionar en otros géneros sin diluir su inconfundible voz literaria.
En conclusión, Colorado Kid es una novela que se goza por su rica atmósfera, su ritmo mesurado y su valentía estructural. Es un recordatorio de que la literatura no está obligada a proveer todas las respuestas, sino que puede invitarnos a reflexionar sobre las vastas áreas del desconocimiento. Una lectura corta, sugestiva y singular, que reafirma la capacidad de Stephen King para sorprender y mantenernos absortos en el silencio de lo que queda sin resolver.
A continuación tienes el acceso a las listas de reproducción de la música que me acompañó en el proceso de escritura de mis novelas y que pueden acompañarte a ti mientras las lees.
Nick Paccino’s The Secret of the Wind is a masterfully woven literary mystery-romance that spans continents and decades, unearthing long-buried family secrets with cinematic flair and emotional resonance. From the icy stillness of Sweden to the sun-drenched hills of Tuscany and the sleek modernity of Singapore, Paccino crafts a narrative that feels both intimate and expansive, threading disparate lives into a single, haunting tapestry.
The novel opens with what appear to be unrelated vignettes: Paul, a quiet man in Sweden, stumbles upon a cryptic plea for help scribbled on a forgotten piece of paper; Francesca and Roberto, young lovers in 1950s Tuscany, are torn apart by forces never fully explained; and Catherine Anderson, a powerful businesswoman in present-day Singapore, finds herself entangled in a mystery that threatens to unravel everything she thought she knew. These stories, each compelling in its own right, gradually converge in a way that feels both surprising and inevitable.
Paccino’s prose is elegant yet accessible, with a rhythm that propels the reader forward while allowing space for reflection. His pacing is impeccable—just when you think you’ve grasped the narrative’s direction, he introduces a twist that reconfigures your understanding. The transitions between timelines and locations are seamless, and the emotional stakes rise steadily, culminating in a finale that is both satisfying and emotional.
What truly elevates The Secret of the Wind is its characters. Paul’s quiet determination, Francesca’s aching vulnerability, Roberto’s youthful idealism, and Catherine’s daughter's steely resolve are rendered with depth and nuance. These are not archetypes but fully realized individuals whose choices ripple across generations. Even minor characters are given moments of grace and complexity, contributing to the novel’s rich emotional texture.
Thematically, the book explores the weight of silence, the fragility of memory, and the enduring power of love. Paccino is particularly adept at portraying how secrets—whether born of shame, protection, or misunderstanding—can shape lives in ways both tragic and redemptive. There’s a melancholic beauty to the idea that some truths, carried by the wind, may take decades to find their way home.
Stylistically, the novel balances literary sophistication with the brisk momentum of a thriller. Paccino’s background in visual storytelling is evident in his atmospheric descriptions and rhythmic dialogue. Each chapter feels like a movement in a symphony, building toward a crescendo that resonates long after the final page.
In short, The Secret of the Wind is a triumph of narrative architecture and emotional insight. It’s a book that invites you to chase whispers across time, to piece together fragments of forgotten lives, and to believe that even the most elusive truths can be found. For readers who crave stories that are both intellectually engaging and emotionally stirring, this novel is an unforgettable journey.
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La publicación póstuma de En agosto nos vemos es un regalo inesperado, una última caricia literaria del maestro Gabriel García Márquez. Aunque el propio autor dudó de su valor y pidió que fuera destruido, sus hijos decidieron compartirlo con el mundo, y qué fortuna que lo hicieron. Esta breve novela, escrita en la última etapa de su vida, conserva intacta la esencia de su genio: una prosa lírica, una mirada profunda al alma humana y una atmósfera que envuelve como brisa caribeña.
La historia sigue a Ana Magdalena Bach, una mujer de 46 años que, cada 16 de agosto, viaja sola a una isla para visitar la tumba de su madre. Este ritual anual, aparentemente sencillo, se convierte en el escenario de una transformación íntima. En uno de esos viajes, Ana rompe con la rutina y se entrega a una aventura amorosa que trastoca su mundo interior. Lo que podría parecer un gesto trivial se convierte en un acto de liberación, de redescubrimiento, de afirmación de la vida.
García Márquez despliega aquí su talento para capturar lo cotidiano con una belleza poética que trasciende. La descripción de los paisajes, los silencios del hotel, el calor del cementerio, todo está impregnado de una melancolía luminosa. La novela no busca el alarde narrativo ni la complejidad estructural; su fuerza reside en la sutileza, en los gestos mínimos que revelan mundos enteros. Es una obra sobre el deseo, la memoria, el paso del tiempo y la necesidad de reinventarse, incluso cuando la vida parece ya definida.
Sí, hay pequeñas inconsistencias, momentos donde la trama se diluye, pero eso no empaña la experiencia. Al contrario, le da una textura humana, como si leyéramos los últimos suspiros de un escritor que, incluso en la fragilidad, seguía creando belleza. En agosto nos vemos no es una obra menor: es un testimonio de resistencia creativa, una elegía íntima que nos recuerda por qué García Márquez sigue siendo uno de los grandes.
Leerla es como reencontrarse con una voz querida, como escuchar una canción que creíamos olvidada y que, de pronto, vuelve a emocionarnos. Un cierre digno, cálido y profundamente humano para una trayectoria literaria inolvidable.
Aunque en la escuela de idiomas nadie llevaba pantalones de lino, ni bebía infusiones de jengibre ni hablaba del “poder sanador de las vibraciones”, aterrizó un día Miss Linda, una profesora norteamericana con alma de Woodstock y un currículum que olía a incienso y crema de coco. Era un alma libre, de esas que creen que el ajo lo cura todo, incluso el desamor.
Una noche, la pobre mujer empezó a sentir un dolor terrible en el oído. Pero claro, ir al médico era mainstream, y Linda no iba a caer en eso. Así que, tras consultar un blog de medicina alternativa (seguramente redactado por alguien llamado “Sol del Alba”), decidió meterse un diente de ajo en el oído.
“Natural antibiotic,” murmuró satisfecha, envolviéndose en su manta étnica antes de dormir.
Al amanecer, algo iba mal. No solo seguía sorda del oído izquierdo: el ajo había desaparecido en el interior. Ni rastro. Ni siquiera asomaba la puntita. Posiblemente, al haber dormido sobre ese oído el diente se había sumergido en su interior. Entró en pánico. Intentó extraerlo con unas pinzas de depilar, con un bastoncillo, incluso con una pajita de bambú, pero nada. El ajo se había declarado ciudadano en pleno derecho del pabellón auditivo.
Desesperada, se plantó en el Centro de Atención Primaria del barrio, vestida con un poncho de colores, sandalias y el pelo recogido con un lápiz. Se acercó al mostrador y dijo, con su mejor español:
—Buenos días, yo tengo... eh... garlic in ear.
La enfermera la miró con una sonrisa congelada.
—¿Perdón?
Linda repitió, más fuerte y con gestos:
—¡GARLIC! ¡IN! ¡EAR! ¡Mucho dolor, a lot of pain!
La enfermera parpadeó.
—¿Dice usted que tiene un diente... de ajo... en el oído?
Linda, convencida de que nadie la entendía, comenzó a hablar en una mezcla de inglés, español y desesperación espiritual:
El médico de guardia, un hombre de mirada cansada que ya había atendido tres torceduras, dos resfriados y un caso de “energías cruzadas”, la hizo pasar.
—A ver, señora, ¿qué le pasa exactamente?
Linda se sentó, despeinada y sudando esencias naturales.
—Tengo... cómo se dice... ajo inside ear, no salir, no puedo sacar, please help.
El médico la observó sin entender una palabra, mientras ella señalaba su oído con desesperación.
—Tranquila, tranquila, ¿tiene usted dolor en la cabeza?
—¡NO! ¡AJO! ¡GARLIC! ¡IN MY EAR, DOCTOR!
El tono de Linda subía y subía, hasta que el médico empezó a sospechar que se trataba de una crisis nerviosa.
—Señorita, ¿ha tomado algo? ¿Algún medicamento?
—¡ONLY LOVE AND GARLIC! —gritó ella, moviendo los brazos como si estuviera invocando a los espíritus del Mediterráneo.
El doctor, preocupado por su integridad física, pulsó un botón de su intercomunicador, pidiéndo que alguien de seguridad acudiese a su consulta. En cuestión de segundos apareció Ramírez, el guardia jurado del centro: un hombre corpulento con cara de haber visto demasiados lunes.
—¿Qué pasa aquí, doctor?
—Creo que la señora está... confundida —susurró el médico.
Linda, al ver entrar a un hombre uniformado, se alteró aún más.
—¡NO, NO! ¡I’M NOT CRAZY! ¡GARLIC! ¡GARLIC IN EAR! —berreó, señalándose el oído con tanta fuerza que casi se lo arranca.
—Tranquila, señora, vamos a salir un momentito —dijo Ramírez, mientras la conducía con cuidado fuera de la consulta.
—¡NOOO! ¡EAR! ¡AJO! ¡ES NATURAL MEDICINE! —gritaba ella, mientras los pacientes en la sala de espera se santiguaban o contenían la risa. Una anciana susurró:
—Pobrecita, seguro que es del yoga.
Finalmente, en una sala aparte, una enfermera joven que hablaba inglés se sentó con ella.
—Okay, Linda, tell me slowly. What happened?
Linda, agotada y al borde del llanto:
—I had ear pain. I put garlic. Now garlic live inside me.
La enfermera la miró con una mezcla de compasión y contención heroica de la risa.
—Vale... tiene un diente de ajo metido en el oído. Perfecto. Lo vamos a sacar.
Diez minutos después, un médico con pinzas y una linterna profesional extrajo el diente rebelde. El ajo salió brillante, tibio y, según testigos, oliendo como un plato de espagueti al pesto.
Linda lloró de emoción.
—Thank you, thank you so much. I promise no more garlic.
La enfermera le respondió con una sonrisa amable:
—Por favor, la próxima vez, use gotas, no ensalada.
Y así fue como Miss Linda, la profesora hippie del centro, no acudió a la clase de la mañana. En la sala de profesores solo se oyó al directo diciendo, con su eterna calma zen:
—Bueno, chicos, hoy Linda no viene... tuvo un pequeño problema con... eh... un condimento.
Desde entonces, cada vez que alguien proponía un remedio natural, otro compañero o compañera añadía con sorna:
—Sí, pero sin ajo en el oído, ¿eh?
Y así quedó inmortalizada la anécdota de Miss Linda y el ajo atrapado, la única vez que un bulbo aromático logró más fama que una profesora de inglés.
La universidad no empezó como empiezan los
sueños. No hubo fuegos artificiales ni promesas de futuro brillando en la
frente. Empezó con una pérdida. Con una ausencia que se instaló en el pecho
como una piedra tibia, que no quemaba, pero pesaba. Y con un amor que apenas
había nacido y ya se había ido, como esas flores que se abren antes de tiempo y
se marchitan sin haber conocido la primavera.
Era otoño. Las hojas caían en el campus
como si supieran que yo también me estaba deshojando. Caminaba por los pasillos
de la facultad con la mirada baja, como si el suelo pudiera ofrecerme
respuestas que el cielo me negaba. No esperaba nada. No quería nada. Pero
entonces ocurrió lo que ocurre en las buenas historias: algo inesperado. No me
hundí. No me encerré. No me convertí en sombra. Hice lo contrario. Me abrí. Me
rodeé de gente.
José fue el primero. Lo conocí en la
secretaría de la facultad, hablamos en catalán, aunque ninguno de los dos
veníamos de familias catalanoparlantes. Después vinieron Rafa, con su buen
humor y su vozarrón, junto con Inma, la muchacha de grandes ojos verdes. Y
luego les siguieron un trío inolvidable: Ana, Marta y Marga. Y muchos, muchos
más. Sonia, María Jesús, Belén, Laura, Nandi, Ismael, Félix, Cristian, Elisabeth, Guillem y un buen puñado de estudiantes del programa Erasmus... Un grupo que no
se formó por azar, sino por necesidad. Nos necesitábamos. Y nos encontramos.
Éramos una constelación de afectos. Un
enjambre de risas, apuntes, cafés y confidencias. Nos unimos como se unen los
náufragos: con urgencia, con ternura, con hambre de compañía. El intercambio de
apuntes fue el primer ritual. Nos pasábamos hojas como quien pasa cartas de
amor. Subrayados, esquemas, dibujos absurdos en los márgenes. Cada apunte era
una forma de decir: “Estoy contigo. No estás solo”.
La cafetería se convirtió en nuestro
templo. Allí reíamos como si el mundo fuera un chiste privado. Las clases
compartidas eran más que clases: eran coreografías de miradas, susurros, notas
jocosas y asignaciones en equipo. El cineclub nos enseñó que las películas no solo
se ven: se viven, se discuten, se lloran o son para reír juntos. Las fiestas en
la residencia universitaria eran explosiones de música, miradas cómplices y abrazos. Recuerdo también aquellas otras fiestas de pijamas en casa de Sonia, para Navidades, en las que el buen humor nos tenía hasta bien entrada la
madrugada.
A veces estudiábamos juntos o en pequeños
grupos. No por obligación, sino por complicidad. Nos sentábamos en círculo,
rodeados de libros y apuntes. Si había silencio, este era dulce porque estaba
lleno de presencia. Hacíamos pausas en el césped del campus. Lo llamábamos
“fotosíntesis”. Nos tumbábamos al sol como plantas humanas, dejando que la luz
nos curara las heridas invisibles y las inquietudes de aquella edad. A veces no
hablábamos. A veces solo respirábamos juntos. Y eso bastaba.
Los cumpleaños eran celebraciones de la
amistad. No importaba si había tarta o no. Lo importante era que estábamos ahí,
que nos cantábamos los unos a los otros, que nos abrazábamos como si el tiempo
fuera un regalo. Salíamos por Barcelona como quien explora un mapa emocional.
El parque de atracciones de Montjuïc fue escenario de risas que aún resuenan en
mi memoria. Las comidas en restaurantes (a veces en parques) eran banquetes de
historias, de anécdotas, de confesiones.
Todo eso ocurrió. Todo eso fue real. Y sin
saberlo, estaba viviendo mi época dorada.
Segunda parte: La órbita
de los que se encuentran
Ella llegó tarde. No mucho. Apenas unos
minutos. Pero fue suficiente para que el aire cambiara de densidad. Para que el
murmullo de la clase se volviera un telón de fondo y su figura, al cruzar la
puerta, se convirtiera en el centro de gravedad de mi universo.
No la conocía. O mejor dicho, no la había
mirado de verdad hasta ese instante. Era una compañera más, una silueta entre
muchas, una voz que a veces respondía en clase. Pero aquel día, al verla entrar
con su melena rizada, la mirada gris-verdosa tras sus gafas, con la mochila
colgando de un hombro y la respiración agitada, algo se quebró en mí. O se
encendió. O ambas cosas.
No fue fácil. No hubo flechazo ni
confesiones inmediatas. Éramos satélites distantes. Coincidíamos a veces en
clase, en la cantina, en los pasillos. Nos saludábamos con cortesía, con esa
mezcla de timidez y protocolo que tienen los jóvenes cuando aún no saben si
están autorizados a desear. Pero nuestras órbitas, en lugar de alejarse,
empezaron a acercarse. Lentamente. Como si el universo tuviera un plan que
nosotros aún no comprendíamos.
Todo empezó con los apuntes, seguido de
cortas conversaciones en los pasillos de la facultad. Luego vinieron los cafés
en la cantina. Al principio eran casuales, compartidos con otros compañeros.
Pero poco a poco se volvieron nuestros. Íntimos. Silenciosos. Llenos de miradas
que decían más que las palabras.
Las llamadas de teléfono fueron el
siguiente paso. Interminables. No hablábamos de nada y hablábamos de todo. De
los profesores, de los exámenes, de nuestras familias, de nuestros miedos. A
veces nos quedábamos en silencio, escuchando la respiración del otro al otro
lado de la línea. Y ese silencio era más elocuente que cualquier discurso.
Lo que nos unió no fue la pasión
inmediata, ni la urgencia del deseo. Fue algo más profundo. Un hambre de ser
quien uno es sin tener que fingir nada. Con ella, no necesitaba parecer más
inteligente ni más divertido. Podía ser yo. Con mis dudas, mis heridas, mis
sueños torpes. Y ella también se mostraba sin disfraces. Nos desnudábamos
emocionalmente, sin prisa, sin miedo.
Una tarde de otoño quedamos para pasear
por Barcelona. Una ciudad cansada de lluvia y de borrasca durante toda una
semana, pero el sol brilló para nosotros. Después del primer beso, supe que
algo había cambiado. Que ya no éramos satélites. Que nuestras órbitas se habían
fundido en una sola.
No todo fue fácil. Tuvimos dudas,
silencios, momentos de distancia. Pero siempre volvíamos. Como si hubiera un
hilo invisible que nos ataba, que nos llamaba, que nos recordaba que juntos
éramos más que dos. Éramos un hogar en construcción.
Y ese hogar, con el tiempo, se volvió
real. Casi treinta años después, todavía seguimos juntos. Hemos formado una
familia. Hemos construido una vida con los ladrillos de aquellos días
universitarios. Con los apuntes compartidos, los cafés, las llamadas, las
risas, los silencios. Con la certeza de que el amor no siempre llega como un
relámpago. A veces llega como una lluvia suave que empapa sin que uno se dé
cuenta.
Ella sigue siendo la misma. Y yo también.
Cambiados, sí. Madurados. Pero en el fondo, seguimos siendo aquellos dos
estudiantes que se encontraron sin buscarse. Que se eligieron sin saberlo. Que
se amaron sin promesas, pero con una fidelidad que ha resistido al tiempo.
Tercera parte: Un
patrimonio
La vida, con su ritmo implacable, nos
empuja hacia adelante. Nos llena de responsabilidades, de horarios, de
compromisos que a veces parecen no dejar espacio para el recuerdo. Pero hay
cosas que no se desgastan con el tiempo. Hay vínculos que, aunque se enfríen en
la superficie, siguen ardiendo en lo profundo. Así son las amistades
verdaderas. Así es el amor que nace en los días inciertos y se fortalece en los
años compartidos.
Mis amigos de la facultad fueron más que
compañeros de clase. Fueron abrigo en los días fríos, brújula en los momentos
de confusión, espejo en el que pude reconocerme sin miedo. En aquella etapa en
la que todo parecía tambalearse —la tristeza por una pérdida, el amor que no
fue, la incertidumbre del futuro— ellos fueron mi patrimonio emocional. Me
mantuvieron a salvo. No permitieron que naufragara. Me sostuvieron con risas,
con presencia, con gestos pequeños que, vistos desde hoy, fueron enormes.
Nos unió la juventud, sí, pero también la
necesidad de pertenecer. De encontrar en el otro un refugio. Compartimos
apuntes, sí, pero también secretos. Celebramos cumpleaños, pero también
derrotas. Hicimos “fotosíntesis” en el césped, pero también cultivamos raíces
invisibles que aún hoy nos conectan. Cada salida por Barcelona, cada noche en
la residencia universitaria y cada café en la cantina, fueron una piedra más en el puente
que nos unió.
Hoy, la llama es menos viva. El contacto
es esporádico. Las responsabilidades familiares y laborales han tejido una red
que nos mantiene ocupados, a veces distantes. Pero el vínculo no se ha roto. No
puede romperse. Porque está hecho de algo más fuerte que el tiempo: está hecho
de memoria compartida, de afecto sincero, de complicidad que no necesita
palabras.
Cada vez que pienso en lo que tuvimos, lo
mantengo. Cada vez que uno de ellos aparece en una foto antigua, en una canción
que escuchábamos, en una frase que solíamos repetir, algo se enciende. Y sé
que, en algún rincón de su vida, también ocurre lo mismo. Somos parte del
paisaje emocional del otro. Y eso no se pierde.
El amor, por su parte, ha sido el hilo que
ha cosido todos estos años. Nació en la facultad, tímido, incierto, y se volvió
hogar. Con ella, con aquella compañera que llegó tarde y me quitó el aliento,
he construido una vida. Y cada día, al mirarla,
recuerdo que el amor verdadero no es el que arde sin pausa, sino el que sabe
mantenerse encendido incluso en la rutina y continuará en el tiempo, a través de nuestros hijos.
Cuando pienso en todo aquello —las risas
en la cantina, las tardes de fotosíntesis, los apuntes compartidos, el amor que
llegó tarde, pero se quedó para siempre— no puedo evitar que suene en mi
memoria High Hopes de Pink Floyd. Aquella canción que parecía
escrita para nosotros, para esa época dorada en la que “the grass was greener,
the light was brighter”. Porque así fue: el césped del campus era más verde, la
luz en nuestros rostros más brillante, y el futuro parecía una promesa
infinita. Hoy, aunque la llama de la amistad arde con menos fuerza y el amor ha
aprendido a habitar la rutina, sé que todo lo vivido permanece. Como en la
canción, “the endless river” sigue fluyendo, y cada vez que cerramos los ojos y
recordamos, volvemos a caminar por aquel sendero de altos sueños, sabiendo que
lo mejor no fue lo que soñamos, sino lo que supimos construir juntos.
Las amistades y el amor
son el verdadero patrimonio de nuestras vidas. No cotizan en bolsa, no se
exhiben en vitrinas, pero son lo que nos sostiene cuando todo lo demás se
tambalea. Y aunque el tiempo pase, aunque la llama se vuelva tenue, basta una
chispa de recuerdo para saber que siguen ahí. Vivos. Nuestros. Eternos.
En Pesadillas reales, Javier Alonso Fraile nos sumerge en una historia intensa y envolvente que transita con soltura entre lo tangible y lo inexplicable. La novela sigue a dos jóvenes cuyas vidas, marcadas por la adversidad, se entrelazan en un encuentro que cambiará su destino. Lo que comienza como una amistad forjada en la necesidad, pronto se convierte en una travesía cargada de peligros, emociones extremas y fenómenos que desafían la lógica.
La narración se despliega con un ritmo ágil, casi cinematográfico, que mantiene al lector en vilo. Cada capítulo abre nuevas puertas a lo desconocido, y la tensión se dosifica con precisión para que la lectura nunca pierda fuerza. El autor juega con los límites de la percepción, haciendo que los sueños y las pesadillas se filtren en la realidad de los protagonistas, especialmente en la de Antonio, cuya lucha interna se convierte en el eje emocional de la trama.
Uno de los grandes aciertos de la novela es su capacidad para combinar acción trepidante con una atmósfera inquietante. La presencia de elementos paranormales no solo añade misterio, sino que también profundiza en los miedos y deseos de los personajes. La historia no se limita a entretener: plantea preguntas sobre la identidad, la supervivencia y la fragilidad de la mente cuando se enfrenta a lo inexplicable.
La construcción de los personajes es otro punto fuerte. No son héroes convencionales, sino jóvenes vulnerables que deben enfrentarse a una banda criminal, a sus propios traumas y a una realidad que se descompone. Sus reacciones, sus decisiones y sus vínculos están narrados con una sensibilidad que permite empatizar con ellos, incluso cuando sus actos rozan lo irracional.
La novela destaca por su capacidad de mantener al lector en un estado de alerta constante. Cada giro, cada revelación, cada escena onírica añade capas a una historia que nunca se acomoda. Es una lectura que se devora con ansia, pero que deja huella por su complejidad emocional y su atmósfera envolvente.
En definitiva, Pesadillas reales es una propuesta valiente y absorbente, ideal para quienes disfrutan de las narrativas que desafían la lógica y exploran los rincones más oscuros de la mente humana. Una novela que no solo se lee, sino que se vive.
Septiembre de 1988. Pol Ferrer, un joven apasionado por la lectura y la escritura, inicia su etapa de instituto, ignorando que se embarca en un viaje emocional de la mano de una enigmática compañera de clase que cambiará su vida por completo. Sin embargo, Erika no será su única guía en el camino de la vida, pues Pol también se cruzará con Sara, una tímida muchacha que le mostrará cómo capturar la belleza en el tiempo, y años después con Cristina, una extraordinaria y evasiva mujer que lo seducirá con su música.
Con una narrativa que entrelaza momentos de alegría y tristeza, 49 vueltas al sol es una reflexión profunda sobre el amor en sus múltiples formas. Nos invita a valorar esos lazos que, a pesar de las adversidades, permanecen firmes y nos transforman.
Esta novela nos recuerda que el amor verdadero no solo perdura, sino que también evoluciona, enriqueciendo nuestras vidas de maneras inesperadas.
Un chocolate con sabor a nubes es una deliciosa novela que combina romance, misterio histórico y una mirada íntima a los primeros amores. Belén Franco nos regala una historia envolvente, narrada con una prosa clara y fluida que atrapa desde la primera página y nos transporta a la mágica ciudad de Carcassonne, donde la protagonista, Elisa, inicia una nueva etapa de su vida.
Elisa, una joven española que viaja a Francia para aprender el idioma, se convierte en el eje de un triángulo amoroso que late con intensidad y ternura. Por un lado, está Gabriel, el chico rockero y espontáneo que despierta en ella una conexión inesperada. Por otro, Julien, misterioso y encantador, cuya historia personal está entrelazada con secretos del pasado. La autora construye este triángulo con sensibilidad, sin caer en clichés, y logra que cada relación tenga su propio ritmo y profundidad emocional.
Uno de los grandes aciertos de la novela es cómo Franco aborda la experiencia del extranjero. Elisa no solo se enfrenta a un idioma nuevo, sino también a una cultura distinta, a la soledad y al descubrimiento personal. Su mirada sobre Carcassonne, con sus calles medievales y su atmósfera cargada de historia, se convierte en un reflejo de su propio proceso de transformación.
El componente histórico añade una capa fascinante a la trama: el misterio de los cátaros y unas cartas desaparecidas que Julien encuentra, abren la puerta a una investigación que mezcla traiciones, secretos y revelaciones. Este hilo narrativo se entrelaza con el romance de forma orgánica, sin restarle protagonismo a las emociones juveniles, sino potenciándolas.
Franco demuestra una gran habilidad para retratar la complejidad de las primeras relaciones: los celos, las dudas, la intensidad de los sentimientos y la vulnerabilidad que conllevan. Las escenas románticas están escritas con una ternura que conmueve, sin caer en lo empalagoso, y con una autenticidad que hace que el lector se identifique fácilmente con los personajes.
En definitiva, Un chocolate con sabor a nubes es una novela que lo tiene todo: amor, misterio, crecimiento personal.
Confieso que, aunque ya conocía la obra de Carmen Hinojal, El enmascarado del Adarve me ha sorprendido gratamente por la madurez y la destreza narrativa que despliega. Desde las primeras páginas me vi arrastrado a una España de intrigas, espadas y secretos, en pleno reinado de los Reyes Católicos. La ambientación es tan vívida que casi podía oler la humedad de las callejuelas, sentir el peso de los ropajes y escuchar el eco de los pasos en los adarves.
Lo que más me ha fascinado es la sencillez con la que Hinojal construye su narración. No hay artificios innecesarios ni florituras que entorpezcan el ritmo. Al contrario, cada frase parece pensada para atrapar al lector y empujarlo a seguir leyendo. Los personajes se presentan con naturalidad, sin largas descripciones, pero con una fuerza que los hace memorables desde el primer momento.
La trama no da tregua. Hay misterio, conspiraciones, escenas de lucha que se leen con el corazón en vilo, y una presencia constante de la Santa Inquisición que añade un tono oscuro y amenazante. Me ha encantado cómo la autora entrelaza hechos históricos con la ficción, y la aparición de personajes reales como Fernando de Rojas aporta una dimensión adicional que enriquece el relato sin convertirlo en una lección de historia.
Cada capítulo parece diseñado para terminar en un punto de inflexión, lo que convierte la lectura en una experiencia casi compulsiva. Me he descubierto diciendo “solo una página más” y, sin darme cuenta, había avanzado otro capítulo. Es esa mezcla de acción, misterio y aventura lo que convierte esta novela en una lectura tan adictiva.
Y el final... ¿qué decir del final? Está perfectamente orquestado, con todos los hilos narrativos bien hilados y una resolución que no decepciona. No solo cierra la historia con elegancia, sino que deja una sensación de plenitud, como si todo hubiera encajado en su sitio.
En definitiva, El enmascarado del Adarve es una novela que recomendaría sin dudar. Carmen Hinojal ha creado una obra que combina emoción, historia y ritmo narrativo con una maestría que merece ser celebrada.
Abrir Recetas con retórica es como entrar en una cocina perfumada por especias narrativas y aromas de pensamiento profundo. Anastasia Sopale Thompson nos recibe como una chef de las letras, desplegando ante nosotros un banquete compuesto por siete menús completos, cada uno maridado con tres historias que funcionan como platos principales, guarniciones emocionales y postres reflexivos. El resultado: 21 relatos que no solo alimentan el intelecto, sino que despiertan el paladar de la imaginación.
La estructura del libro es un festín cuidadosamente diseñado. Cada menú tiene su propia sazón temática: desde lo cotidiano servido con salsa de ironía, hasta lo filosófico cocido a fuego lento en caldos de introspección. La autora no teme mezclar ingredientes dispares—humor, melancolía, crítica social, ternura—y lo hace con la destreza de quien conoce bien su despensa emocional. Hay relatos que crujen como pan recién horneado, otros que se derriten como mantequilla sobre palabras cálidas.
La prosa de Thompson es una mezcla perfecta entre técnica y alma. Su pluma, poderosa y sabia, corta con precisión quirúrgica cuando hace falta, pero también sabe batir con suavidad cuando el texto requiere ligereza. Hay una elegancia en su estilo que recuerda a los grandes chefs: nunca sobrecarga, nunca subestima al lector-comensal. Cada frase está emplatada con intención, cada giro narrativo tiene su punto justo de cocción.
Lo más delicioso del libro es su capacidad para provocar hambre de reflexión. Algunas historias se sirven con una fina ironía que condimenta la lectura sin empalagar. Otras se presentan como platos de autor, donde lo importante no es solo el sabor, sino la experiencia estética completa. Thompson nos invita a sentarnos a su mesa, pero también a mirar dentro de nuestra propia alacena emocional.
Recetas con retórica no es solo un libro: es una experiencia gastronómico-literaria que se degusta con los cinco sentidos. Ideal para lectores que buscan algo más que alimento rápido; este es un menú de degustación para el alma, servido con inteligencia, belleza y una pizca de provocación.
Bon appétit, lector. Este festín merece repetirse.
Mel Cuenca irrumpe con fuerza en el panorama literario con ¿Quién me mató?, una novela que se desliza con elegancia entre el romance y el thriller, y que confirma el talento narrativo de una autora que sabe cómo atrapar al lector desde la primera página. Su estilo, ágil pero cargado de matices, construye una atmósfera envolvente donde cada detalle cuenta y cada silencio pesa.
La historia gira en torno a Valeria, una mujer marcada por la pérdida y los secretos que envuelven su pasado. Desde su infancia en Cuenca hasta su vida adulta como chef en la finca de los De la Fuente, el relato se va desplegando como un puzle emocional y criminal. Cuenca no se limita a contar una historia: la disecciona, la esconde y la revela poco a poco, obligando al lector a cuestionar cada personaje, cada gesto, cada recuerdo.
Uno de los grandes aciertos de la novela es su elenco de personajes. No hay figuras planas ni estereotipos fáciles. Todos, desde los protagonistas hasta los secundarios, están construidos con claroscuros que los hacen profundamente humanos. Cristian y Marcus, los dos hombres que orbitan la vida de Valeria, no son simples intereses románticos: son piezas clave en un juego de lealtades, traiciones y verdades a medias. Mayelin, Patricia, Ted… cada uno aporta una capa de complejidad que enriquece la trama y pone al lector en constante jaque emocional.
La novela se adentra con maestría en los secretos de familia, en las heridas que se heredan y en las preguntas que nadie se atreve a formular. Cuenca sabe cómo dosificar la información, cómo sembrar la duda y cómo mantener la tensión sin caer en artificios. El ritmo es sostenido, pero nunca predecible. Y cuando el lector cree tener todas las piezas, llega un final que descoloca, sorprende y obliga a releer mentalmente cada capítulo.
¿Quién me mató? no es solo una novela de misterio. Es una exploración íntima del dolor, la identidad y la justicia. Mel Cuenca demuestra un dominio narrativo admirable, capaz de emocionar, inquietar y dejar huella. Una lectura imprescindible para quienes buscan algo más que una historia bien contada: una experiencia literaria que se queda resonando mucho después de cerrar el libro.
La precariedad del lenguaje en la comunicación “seria”
Vivimos en una época paradójica: jamás habíamos escrito tanto; sí, el lenguaje escrito ha invadido de manera extensa nuestras vidas cotidianas. Sin embargo, rara vez su calidad ha estado tan en entredicho. Correos electrónicos que parecen redactados con prisa por alguien que apenas domina la sintaxis; comunicados universitarios plagados de errores; publicaciones “serias” en redes sociales que mezclan solemnidad con una gramática rudimentaria; artículos de periódicos digitales que abusan de adjetivos grandilocuentes, pero descuidan la precisión léxica, la ortografía o la coherencia interna.
Resulta asombroso que, en ámbitos donde uno esperaría encontrar rigor, claridad y un respeto elemental por la lengua, lo que predomine sea una precariedad expresiva que oscila entre la pobreza estilística y el error flagrante. Este fenómeno merece una exploración detenida, porque no se trata de simples descuidos aislados: es el síntoma de transformaciones profundas en nuestra relación con la lengua y con la comunicación escrita.
En este artículo quiero reflexionar sobre esta precariedad del lenguaje, ilustrarla con ejemplos concretos, analizar sus causas múltiples y proponer algunas claves para comprender por qué, en tiempos de hipercomunicación, la calidad del discurso público ha entrado en un estado de franca decadencia.
I. El espectáculo de la pobreza lingüística en lo “serio”
Quien se detenga a leer con atención notará que incluso instituciones tradicionalmente guardianas del prestigio lingüístico han relajado sus estándares.
Comunicados institucionales:
Universidades y centros educativos difunden circulares en las que abunda el tono burocrático, con frases interminables, cargadas de sustantivos abstractos y gerundios mal empleados:
“Con el fin de poder dar cumplimiento a la mejora continua en lo referente a las dinámicas de gestión académica, se estará procediendo a implementar los ajustes necesarios que permitan garantizar la eficiencia de los procesos.”
La frase promete claridad pero acaba enredada en giros circulares que no dicen nada.
Textos publicitarios de enseñanza de lenguas:
Paradójicamente, muchas academias que prometen “excelencia comunicativa” en la enseñanza de idiomas se promocionan con mensajes mal redactados:
“Con nosotros aprenderás inglés fácil y rápidamente, más rápido imposible, con la mejor profesorado cualificada.”
El eslogan se contradice y exhibe errores de concordancia que desmienten la supuesta seriedad de la propuesta.
Prensa digital:
La velocidad con que se generan noticias en portales digitales propicia titulares plagados de redundancias, erratas o construcciones torpes:
“Se procede a dar inicio al comienzo de las actividades previstas.”
La inflación verbal, lejos de comunicar, adormece.
Correos electrónicos corporativos:
En el entorno empresarial proliferan mensajes que sacrifican la cortesía o la claridad en nombre de la rapidez. Ejemplos abundan:
“Favor enviar documento hoy si posible.”
Una fórmula telegráfica, seca, carente de matices.
Estos ejemplos muestran que la precariedad del lenguaje no es patrimonio exclusivo de la “escritura informal” (chats, mensajes instantáneos), sino que se infiltra en espacios donde debería primar la corrección.
II. Posibles causas de esta precariedad
El fenómeno no tiene una única explicación. Más bien, se alimenta de la confluencia de factores históricos, sociales, económicos y tecnológicos.
1. La prisa como norma de la comunicación contemporánea
Vivimos en la cultura de la inmediatez. La consigna es producir y difundir mensajes cuanto antes, incluso si ello sacrifica la calidad. La lógica de la red exige presencia constante: hay que publicar, actualizar, responder. En ese contexto, revisar la forma lingüística se percibe como un lujo innecesario.
El resultado: correos electrónicos redactados sin revisión, comunicados institucionales lanzados con errores ortográficos, publicaciones apresuradas que multiplican la precariedad expresiva.
2. La burocratización del lenguaje
En muchos ámbitos oficiales domina el lenguaje burocrático, cuyo objetivo no es comunicar con claridad sino aparentar formalidad. Se abusa de giros impersonales, perífrasis redundantes y tecnicismos vacíos. Así, donde bastaría con decir:
“Mañana se suspenderán las clases por mantenimiento eléctrico”,
se prefiere un barroquismo hueco:
“Se informa a la comunidad educativa que, debido a trabajos de mantenimiento eléctrico, se procederá a la suspensión temporal de las actividades académicas programadas.”
El exceso de fórmulas burocráticas genera un lenguaje inflado, precario en contenido.
3. La influencia del inglés global
La hegemonía del inglés como lengua de la ciencia, la tecnología y los negocios genera calcos sintácticos y léxicos en el español institucional. Expresiones como aplicar a una beca (calco de to apply for) o hacer sentido (de make sense) proliferan en comunicados académicos y empresariales.
Este trasplante, cuando se hace sin filtro, empobrece el idioma receptor, que pierde su riqueza propia para adoptar estructuras ajenas.
4. La formación deficiente en redacción
La enseñanza de la escritura en muchos sistemas educativos se ha reducido a la corrección ortográfica mínima, sin trabajar de forma profunda la argumentación, la claridad o la riqueza expresiva. Por eso, incluso profesionales con estudios avanzados carecen de destrezas sólidas para redactar un texto coherente y atractivo.
No sorprende entonces que correos, artículos o informes adopten fórmulas repetitivas, clichés y estructuras de manual.
5. La tiranía del algoritmo y la economía de la atención
En redes sociales y en prensa digital, los textos no se escriben para ser leídos detenidamente, sino para ser detectados por algoritmos y consumidos en segundos. De ahí titulares sensacionalistas, mensajes saturados de palabras clave, párrafos que sacrifican cohesión por impacto.
El lenguaje se precariza porque su función principal ya no es comunicar ideas complejas, sino capturar clics y retener la atención efímera de un lector fatigado.
6. La sobrevaloración de lo visual sobre lo verbal
El auge de la imagen (fotografía, vídeo, infografía, emoji) reduce el peso del lenguaje escrito. Muchos comunicadores creen que “el texto ya no importa tanto” porque lo esencial es el acompañamiento visual. Esto lleva a descuidar la precisión y la corrección de la palabra.
7. La cultura de la autoedición y la ausencia de correctores
En el pasado, periódicos, universidades y empresas contaban con correctores de estilo. Hoy esa figura se considera un gasto prescindible. El resultado: cada quien escribe y publica sin filtros, con las deficiencias propias de su formación y su prisa.
8. El maltrato de la puntuación
Otro síntoma revelador es el uso incorrecto de la puntuación. El punto y coma, por ejemplo, parece en vías de extinción. En los textos institucionales rara vez se encuentra, sustituido por comas interminables o por puntos que fragmentan la fluidez de la lectura.
La ausencia de este signo empobrece la prosa, pues el punto y coma permite matizar relaciones lógicas entre ideas, equilibrar frases largas o introducir un ritmo más natural. Su desaparición refleja, en parte, la falta de formación en redacción, pero también la tendencia general a simplificar y empobrecer la sintaxis.
III. Las consecuencias de esta precariedad
La precariedad del lenguaje no es un problema menor. Tiene efectos culturales, sociales y cognitivos de gran alcance:
Opacidad comunicativa: los textos se vuelven ininteligibles, llenos de fórmulas vacías que dificultan la comprensión.
Desprestigio institucional: una universidad que redacta mal sus comunicados erosiona su credibilidad.
Pobreza cognitiva: el lenguaje moldea el pensamiento; si el discurso es precario, también lo son las ideas que vehicula.
Desigualdad comunicativa: quienes dominan mejor la lengua se benefician frente a quienes solo reciben mensajes ambiguos y mal construidos.
IV. ¿Es realmente nueva esta precariedad?
Conviene matizar: la pobreza lingüística en documentos oficiales no es un fenómeno exclusivo de la era digital. La tradición burocrática lleva siglos cultivando un lenguaje oscuro y redundante. Sin embargo, lo novedoso es la combinación de esa tradición con la prisa contemporánea, la presión del algoritmo y la expansión masiva de la escritura digital.
Lo que antes quedaba restringido a circulares internas ahora se multiplica en correos, publicaciones y artículos que circulan globalmente. La precariedad se hace más visible y más influyente.
V. Hacia una reflexión crítica
Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿es posible revertir la precariedad del lenguaje? Algunas claves pueden orientarnos:
Revalorizar la escritura en la formación académica: no basta con enseñar ortografía; es preciso cultivar la argumentación, la claridad y la precisión.
Recuperar el oficio del corrector de estilo: las instituciones serias deberían volver a considerar la revisión lingüística como una inversión, no como un gasto.
Desmitificar la burocracia verbal: enseñar a redactar con sencillez y precisión, desterrando el falso prestigio de la frase larga e incomprensible.
Conciliar velocidad y rigor: la inmediatez no debería implicar descuido; revisar brevemente un texto antes de difundirlo puede marcar la diferencia.
Promover una ética de la comunicación pública: toda institución tiene la responsabilidad de respetar a sus lectores con textos claros, correctos y cuidadosos.
Conclusión
El asombro que provoca la precariedad del lenguaje en documentos oficiales, publicaciones serias y correos electrónicos no es solo estético: es también ético y cultural. Nos revela hasta qué punto hemos normalizado la pobreza expresiva, aceptando que en los ámbitos más formales se comunique con torpeza, prisa y superficialidad.
Pero reconocer el problema es el primer paso para enfrentarlo. Si aspiramos a una sociedad que valore la claridad, la precisión y la riqueza del pensamiento, debemos empezar por cuidar el lenguaje en aquellos espacios donde debería ser ejemplar.
La lengua no es un adorno ni un simple vehículo: es la materia misma del pensamiento. Descuidarla equivale a renunciar a una parte esencial de nuestra capacidad de comprender y transformar el mundo.
La segunda novela protagonizada por el inspector Santana marca un salto cualitativo en la narrativa de Antonio J. Aguirre. Rey de Cristal es una obra que se adentra con firmeza en los terrenos más oscuros del thriller policial, ofreciendo una historia vibrante, compleja y profundamente adictiva. Desde sus primeras páginas, el lector se ve arrastrado por una investigación que va mucho más allá de la persecución de un asesino en serie: lo que está en juego es la estabilidad emocional del equipo, la integridad de sus miembros y la confrontación con un mal que parece tener raíces más profundas de lo que imaginaban.
La novela destaca por una estructura narrativa ágil y envolvente, que no deja espacio para el descanso. Cada capítulo introduce nuevas capas de tensión, y los acontecimientos se suceden con una cadencia que obliga a seguir leyendo. Santana, lejos de ser un simple detective, se enfrenta aquí a dilemas personales y profesionales que lo ponen contra las cuerdas. Su evolución como personaje es palpable, y se convierte en el eje emocional de una historia que no solo busca resolver crímenes, sino también explorar las grietas internas de quienes los investigan.
Uno de los grandes aciertos de esta entrega es la incorporación de Jorge Blanco, un nuevo miembro de la brigada cuya presencia altera la dinámica del grupo. Blanco es un personaje enigmático, con un pasado que se intuye complejo y una intuición que lo convierte en un investigador brillante. Su relación con el resto del equipo añade tensión y profundidad, y su papel en la trama es decisivo para desentrañar los secretos que se esconden tras los crímenes.
Los personajes que ya conocíamos de la novela anterior también muestran una evolución notable. Cada uno de ellos se enfrenta a sus propios conflictos, y sus decisiones tienen consecuencias reales en el desarrollo de la historia. Aguirre logra que el lector se involucre emocionalmente con ellos, lo que multiplica el impacto de los giros argumentales que, por cierto, están ejecutados con una precisión milimétrica. Nada es lo que parece, y cada revelación obliga a replantearse lo que se creía cierto.
La ambientación, aunque discreta, cumple con creces su función: crea una atmósfera inquietante, casi claustrofóbica, que refuerza el tono sombrío de la novela. El estilo narrativo es directo, sin artificios innecesarios, pero con una capacidad notable para generar imágenes potentes y transmitir emociones intensas.
Rey de Cristal es una novela que no solo cumple con las expectativas del género, sino que las supera. Es una obra sólida, inteligente y emocionante, que demuestra el talento de su autor para construir historias complejas y personajes memorables. Una lectura imprescindible para quienes disfrutan del suspense bien construido y de los relatos que saben mantener la tensión hasta la última página.
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RAÚL REYES: ¿Cómo te iniciaste en el mundo de la escritura?
JOSÉ LUIS GUERRERO: Siempre me sentí atraído por la idea de escribir, pero salvo algún que otro relato corto en mi juventud, no fue hasta hace unos seis años que me animé a participar en certámenes literarios con relatos y algún otro poema. Mi primera novela, titulada «Alter Ego» es del 2020.
R.R.: ¿Quiénes son tus principales influencias literarias y por qué?
J.L.G.: Escribo de todos los géneros, así que supongo que mis influencias son muy variadas. Siempre me han gustado los clásicos y nunca he dejado de leerlos, o releerlos cuando he leído todo de un autor, como en el caso de Edgar Allan Poe. También he leído mucha novela histórica.
R.R.: ¿Cómo describirías tu proceso creativo?
J.L.G.: Caótico. Un perfecto ejemplo sería mi antología «Rayos, truenos y centellas» El caos es un orden por descifrar. Eso decía Saramago y me encanta esa frase porque me identifico.
R.R.: ¿Tienes alguna rutina para escribir?
J.L.G.: No, salvo que consideremos como rutina que, cuando escribo novela o relatos largos, lo hago durante el día en el ordenador, pero cuando escribo relatos cortos, suelo hacerlo de madrugada, en el móvil y tumbado en la cama.
R.R.: ¿En qué te inspiras para crear tus historias?
J.L.G.: Pues... son tan variadas que cada una tendría diferente origen en cuanto a inspiración.
R.R.: ¿Qué libros has publicado hasta la fecha?
J.L.G.: Un total de dieciocho, entre novelas, cuentos, antología de relatos e incluso un poemario de décimas.
R.R.: ¿Cuál consideras que ha sido tu mayor reto como escritor?
J.L.G.: La novela histórica en general. Cuando digo esto, la gente suele pensar que es por la documentación, pero en realidad, la verdadera complicación está en pensar y sentir cómo lo hacían las personas de esa época.
R.R.: ¿Cómo te enfrentas a la página en blanco y a la falta de inspiración?
J.L.G.: Afortunadamente, no tengo compromisos editoriales (ni los quiero), así que me enfrento al problema dejando de escribir y volviendo cuando me lo piden las musas.
R.R.: ¿Tienes algún método para trabajar la trama y los personajes?
J.L.G.: No, algunas veces creo que los personajes van por libre. Yo propongo la trama, pero ellos acaban definiéndola según voy avanzando.
R.R.: ¿Cuál ha sido tu obra favorita hasta el momento y por qué?
J.L.G.: Supongo que «sueño letal» ha sido mi trabajo más redondo hasta el momento.
R.R.: ¿Prefieres escribir un primer borrador a mano o en tu ordenador?
J.L.G.: Ahora no escribo nada a mano. En mis inicios, cuando escribí algunos relatos, sí me gustaba hacerlo a mano. Ahora prefiero utilizar las notas del móvil
R.R.: ¿Qué consejos le darías a alguien que quiere empezar a escribir?
J.L.G.: Que confíe en él, que no tenga miedo al ridículo. Y, que si empieza, con el tiempo mejorará, pero si no lo hace, se arrepentirá algún día.
R.R.: ¿Qué piensas que hace a una buena historia?
J.L.G.: Depende del escritor, en algunos casos la perseverancia, pero esta no sirve de mucho si no hay unas condiciones innatas
R.R.: ¿Qué cambios has visto en la industria editorial en los últimos años?
J.L.G.: Obviamente, el gran cambio que lo ha revolucionario todo, y aún lo va a revolucionar más, es el tema digital
R.R.: ¿Cuál es tu opinión sobre los talleres de escritura y los cursos de escritura creativa?
J.L.G.: Yo no he ido nunca a ninguno. Supongo que serán muy útiles si quien los imparte es un buen profesional, pero me temo que, por la gran demanda, habrá de todo.
R.R.: ¿Qué opinas sobre el impacto de la tecnología en el mundo de la escritura y la lectura? ¿Has usado algún tipo de software para estilo, corrección y/o redacción? ¿Por qué?/¿Por qué no?
J.L.G.: Desde hace poco utilizo la IA para las correcciones ortotipográficas, pero no me parece honesto usarla para nada más en el mundo de la escritura creativa
R.R.: ¿Qué opinas sobre la autopublicación?
J.L.G.: Me parece muy positiva, en cuanto que te libera de las imposiciones editoriales. El problema es que hay de todo y... Bueno, ya me entendéis
R.R.: ¿Has tenido experiencia con editores y publicación con editorial? Cuéntame qué te ha parecido esta experiencia.
J.L.G.: Yo empecé muy tarde, como he contado antes, y no he tenido paciencia para intentar publicar con editoriales tradicionales. No me veo terminando una novela y esperando meses o años para verla publicada. Prefiero verla al día siguiente de tenerla terminada, aunque solo la lean unos cuantos.
R.R.: ¿Tienes futuros proyectos literarios de los que me puedas hablar?
J.L.G.: Tengo como unas cinco novelas empezadas (aquí hay que volver a leer lo que opino de caos). El proyecto que más me ilusiona es una novela histórica que se desarrolla en 1212, después de la batalla de las Navas de Tolosa. Tengo unas 20.000 palabras escritas.
Desde la primera página, Sueño Letal me atrapó con una propuesta
tan original como inquietante: ¿y si los sueños fueran algo más que simples
proyecciones del subconsciente? ¿Y si fueran el eco de una vida pasada, una
puerta abierta a otra existencia? Esta novela explora con maestría el concepto
de la metempsicosis —la transmigración del alma— y lo entrelaza con una trama
de suspense que se despliega en dos líneas temporales perfectamente hiladas.
La protagonista, Bea, es una joven que vive atormentada por pesadillas que
no solo la desvelan, sino que la sumergen en la vida de otra persona. Lo que
comienza como una inquietud psicológica se convierte en una carrera
contrarreloj para salvar su propia vida. La angustia que siente es tan vívida
que, como lector, uno no puede evitar compartir su desasosiego. Entra entonces
en escena Carlos, un psiquiatra con una mente abierta a lo inexplicable, y
Efrén, un experto en reencarnación. Juntos forman un trío que busca respuestas
en un terreno donde la ciencia y lo espiritual se rozan con delicadeza.
Lo que más me ha fascinado es cómo Guerrero Carnicero logra que el lector
transite entre el presente y el pasado sin perder el hilo. La segunda línea
narrativa nos lleva al Madrid de 1920, donde el inspector Néstor —un personaje
que merece su propia saga— investiga una serie de crímenes con la ayuda de su
asistente Andrés. La ambientación histórica está tan bien lograda que uno puede
sentir el aroma del café en las tabernas, el crujir de los adoquines bajo los
pasos del inspector, y el peso de una ciudad que empieza a modernizarse pero
aún guarda secretos oscuros.
La conexión entre ambas historias es uno de los grandes aciertos de la
novela. No se trata de un simple paralelismo, sino de una interdependencia
narrativa que se va revelando poco a poco, con giros inesperados y momentos de
auténtico vértigo. La prosa de Guerrero es directa, ágil, sin florituras
innecesarias, pero con una capacidad notable para crear atmósferas. Cada
capítulo deja con ganas de más, y el ritmo nunca decae.
Además, el autor consigue que los personajes secundarios tengan profundidad
y propósito. Efrén, por ejemplo, no es solo un sabio en lo esotérico, sino un
hombre con sus propias sombras. Y Néstor, con su mirada suspicaz y su método
deductivo, se convierte en una figura que uno desea seguir con más casos.
Al cerrar el libro, me quedé con esa sensación que solo dejan las buenas
historias: la de haber vivido algo intenso, misterioso y emocionalmente
resonante. Felicito sinceramente a José Luis Guerrero por esta obra tan bien
escrita y tan adictiva. Espero que el inspector Néstor regrese pronto, porque
su mundo —y el de Bea— aún tienen mucho que contar. Una lectura que recomiendo
sin reservas.
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En Amor infernal, Lucas Sichel nos sumerge en una experiencia
literaria que no da tregua. Desde el primer párrafo, el prólogo golpea con
fuerza, dejando al lector en estado de alerta. Es un inicio que no busca
seducir, sino sacudir, y lo logra con una crudeza que marca el tono de toda la
novela. A partir de ahí, Sichel nos arrastra hacia atrás en el tiempo, en un
flashback que nos presenta a Alejandro y Gabriela en su adolescencia, cuando la
aparente inocencia aún no ha sido devorada por la oscuridad.
Lo que sigue es un descenso implacable hacia la locura. Alejandro, el
protagonista, se convierte en el eje de una espiral de violencia, obsesión y
destrucción. La historia no se limita a narrar crímenes: los disecciona, los
expone sin filtros, y nos obliga a mirar de frente lo que muchos preferirían
ignorar. Sichel no suaviza los bordes; su prosa es afilada, directa, y a veces
incómoda, pero siempre efectiva. Cada escena está cargada de tensión, cada
diálogo revela capas ocultas de dolor y desesperación.
A medida que Alejandro se hunde en sus propios demonios, el vínculo con
Gabriela se vuelve cada vez más destructivo, arrastrando a ambos por un camino
sin retorno. Sichel se adentra sin miedo en los rincones más oscuros de la
psique humana, mostrando cómo el deseo puede mutar en una fuerza devastadora.
No hay alivio ni consuelo en esta historia: solo una mirada cruda y descarnada
a lo que ocurre cuando el amor se convierte en una prisión.
La ambientación, aunque secundaria frente al peso psicológico de los
personajes, contribuye a crear una atmósfera opresiva. Hay algo casi
cinematográfico en la manera en que Sichel construye sus escenas, como si cada
capítulo fuera un plano secuencia que nos obliga a seguir mirando, incluso
cuando quisiéramos apartar la vista.
Amor infernal no es una lectura cómoda, pero sí necesaria para
quienes buscan una narrativa que desafíe, que incomode y que deje huella.
Sichel demuestra que la literatura puede ser un espejo oscuro, pero también
revelador. Esta novela es un viaje al infierno íntimo de sus personajes, y una
invitación a explorar los rincones más perturbadores del alma humana.
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Acabo de terminar Peligro, ¡locas a BORDO! y todavía estoy sonriendo. ¡Qué viaje tan divertido y lleno de energía! Desde la primera página me sentí parte del grupo, como si yo también estuviera en ese crucero con Estrella y sus amigas, riendo, bailando y reflexionando sobre la vida. Es una novela que celebra la amistad femenina con una frescura que me encantó.
La historia
gira en torno a Estrella, una mujer que está a punto de casarse con un hombre
que, sinceramente, no parece hacerla feliz. Sus amigas, un grupo variopinto y
entrañable, deciden llevarla de despedida de soltera en un crucero por el
Mediterráneo. Pero lo que empieza como una escapada para celebrar, pronto se
convierte en una aventura de autodescubrimiento, risas descontroladas y
momentos que te hacen pensar.
Lo que más
me gustó fue cómo cada personaje tiene su propia voz. No son simples
acompañantes de la protagonista: todas tienen sus historias, sus heridas, sus
locuras. Y juntas forman un grupo que, aunque caótico, transmite una fuerza
increíble. Me reí muchísimo con sus ocurrencias, pero también me encantó leer sus
confesiones y la forma en que se apoyan unas a otras.
El estilo de
escritura es ágil, directo y muy visual. Me imaginaba perfectamente cada
escena: desde el tren rumbo a Barcelona hasta las noches de fiesta en el barco.
Todo está contado con tanto cariño y humor que funciona de maravilla.
Más allá de
la diversión, la novela también tiene profundidad. Me hizo pensar en cómo a
veces tomamos decisiones por inercia, sin escucharnos de verdad. Estrella, en
medio del caos, empieza a cuestionarse lo que realmente quiere, y ese proceso
me pareció muy honesto.
En resumen, Peligro,
¡locas a BORDO! es una lectura que recomiendo con entusiasmo. Es una
celebración de la vida, de la amistad y de la libertad personal, sin pedir
permiso. Una novela que te abraza con risas y te deja el corazón contento.
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